
Veamos personas.
“Si hubiese…” “Si yo fuera él…” “Eso le pasa por…” nos atrevemos a concluir sobre historias ajenas que apenas conocemos. Humanos… lapiladores de su propia especie por el hecho de no encajar algo en su cuadriculada mente, “Supermanes” de los problemas ajenos, resabiados de lo común e intolerantes temerosos ante lo diferente. Tenemos que echar el freno y dejar de correr tanto por la autovía de los prejuicios. Todos caemos en la tentación de juzgar de antemano olvidándonos de que dentro de toda incomprensión, el único requisito que se nos pide es: que antes de opinar veamos personas; que antes de juzgar, traspasemos la fachada y veamos el hogar.
Tenemos derecho a fallar y el deber de mejorar.
Tenemos derecho a la imperfección pero no a juzgar, eso no es un derecho, es un atajo engañoso que nos priva de descubrir capacidades y conocer personas. Por ello en la vida, como en todo viaje, conviene estar alerta mientras conducimos para no desviarnos por el tentador camino de la crítica no constructiva y gratuita. Es importante conocer más y deducir menos: no anticipar características de personalidad por sexo o ideología política, no adelantar comportamientos por etnia o religión, y no deducir historias de vida por el estado civil o la condición sexual.
Sanemos heridas en lugar de hurgarlas y regalemos “clinex” de cariño a quien tiene la valentía de mostrarnos sus lágrimas. Es posible recoger los pedacitos del que va delante y entregárselos, trabajar porque nuestros temores dejen de gobernar nuestras acciones, ayudar más sin preguntar, hablar sin lapidar y curar la miopía de nuestra mente, viendo más allá, tal y como lo hace el corazón.
Lo común no tiene por qué ser lo normal. Demos más abrazos que portazos y vivamos más de emociones que de impresiones. A veces, lo que nos caracteriza como humanos nos deshumaniza, de ahí la importancia de primar la elegancia y cercanía en el trato (recuerda que la elegancia no es cuestión de corbatas y stilletos, sino producto de la educación y el respeto; y la cercanía no es una cuestión de distancias sino de calidez en las relaciones).
Veamos capacidades.
Centrémonos más en lo posible que en los vetos, en las líneas discontinuas que en las continuas y en poner el semáforo en verde. Cada ser humano esconde infinidad de capacidades, aunque muchas veces nos incapacitamos al vetar con prejuicios.
Podemos ver mucho más de lo que los ojos alcanzan fotografiar, pero para ello las etiquetas se tienen que quedar para las cosas y las cosas tienen que dejar de ser más importantes que las personas. Para ello toca concienciarnos de que los defectos tienen potencial de virtud y dejar de justificar nuestros “peros” con “todos lo hacen” o “él es peor”. Asumamos que lo que encarece la vida no tiene que ver con el dinero sino con los prejuicios que no superamos, las piedras de las que no nos despojamos y las vendas en los ojos con las que caminamos.
Veamos personas.
Toda persona tiene derecho a ser visible: al afecto, a un abrazo, a un oído que le de la oportunidad de expresarse sin ser juzgada. Toda persona tiene derecho a tener a alguien que se preocupe por ella. Que gran paso daremos el día en que las generalizaciones dejen de usarse para acotar tiempo a costa de perder calidad; cuando dejemos de clasificar y empaquetar personas como mercancía de supermercado; cuando tengamos en cuenta que en el universo “hay tantos mundos como seres humanos” (anónimo).
Nuestra experiencia tiene que ganar terreno a los prejuicios, y ello es posible a sabiendas de que todos llevamos nuestra mochila, que ninguna pesa lo mismo y que por lo tanto la solución no está en la comparación, sino en ser capaces de ver con los ojos cerrados lo que guardan. Para ver PERSONAS hay que usar menos el sentido de la vista y ejercitar más el músculo corazón, porque “lo esencial es invisible a los ojos y solo se ve con el corazón” (El Principito).
Imagen cabecera: Caio. Pexels
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