
Viaje al interior de las personas.
Cuantas veces decimos “le conozco” y en realidad no hemos pasado de la epidermis de la personalidad de esa persona. Quizás hemos sido testigos de su temperamento; llegado a nuestros oídos lo buena que es, visto su sonrisa y la alegría que desprende al conversar; u observado un mal gesto y deducido lo demás. Pero esto son solo muestras, parte de la superficie, que denotan algo de lo que se esconde bajo una piel, pero cuya apariencia también puede llevarnos a poner cruces inmerecidas.
A veces, creemos conocer sus defectos y muchas veces quedan contaminados por la proyección de los nuestros. Creemos conocer sus virtudes y muchas veces solo hemos conocido sus preferencias generales y rasgos de personalidad más llamativos. Conocer va más allá de saber lo que pone en su DNI, todo esto es quedarse en la punta del iceberg, en la primera capa de la piel.
La palabra conocer se esconde en los pequeños detalles. Esos detalles que marcan la diferencia entre dos personas que se reconocen y dos que se conocen. Detalles que perfilan con intensidad el contorno de una relación. Detalles que no son visibles a los ojos de todo el mundo, porque conocer, lo que es conocernos al desnudo no lo hacemos tan a menudo. Como alguien dijo: “con cuantas personas estamos y con que pocas somos”…
Conocer a alguien implica anticiparse a sus enfados y descubrir los botones que activan su risa. Conlleva saber leer los interrogantes de sus ojos; no preguntar lo que es evidente y, no deducir sino dilucidar, lo que no lo es tanto. Pasa por ser capaz de escucharle cuando está en silencio y hablarle sin palabras. También consiste en parapetar algunos desencantos; percatarse de cuándo su sonrisa esconde alegría o temor; o cuando su “estoy bien” es real o un muro que esconde preocupación.
Cuando conoces a alguien estás al tanto del argumento que hay tras un “otra vez igual”, el grado de agobio que sustenta un “estoy hasta las narices”, la incertidumbre que soporta su “no sé qué hacer”, el amor que se esconde tras un “no te preocupes” o las emociones que parapetan un “que ganas tengo de”. Conocer implica complicidad, sinceridad y autenticidad. Es un proceso que entiende más de gestos que de argumentos, más de compensar que de reprochar, más de comprender que de entender, más de focalizarse en lo que uno da.
Conocer implica llegar a ser capaz de radiografiar el alma con solo ver la cara.
No se puede reducir a saber enumerar un color, comida o hobbies favoritos. Conocer conlleva tiempo, paciencia y vivir juntos experiencias. No es “cuestión de 4 pinceladas”, sino un “saber de buena tinta” y vivirlo “en primera línea”. Es una cuestión de tú a tú, una asignatura sometida a continuos exámenes, una tarea sin fin.
Cuando exploramos el interior de una persona también nos descubrimos a nosotros mismos. Lo que digo de los demás dice más de mí que de ellos. Como los trato, escucho, entiendo,…habla de mí no de ellos. Por eso es importante no subestimar los laberintos de la mente, los entresijos de los sentimientos o las apetencias personales de los demás. Cuando conoces de verdad, no aconsejas, sino que argumentas y permaneces al tanto de su realidad.
Cuando hables con/de una persona, piensa en un iceberg y recuerda que es posible que te quede mucho por saber. Cada persona es un misterio por comprender.
Conocer es viajar al interior de las personas y luego ser capaz de ver a través de la piel.
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